Una amiga me contó que recientemente estuvo en un campo de trabajo en los poblados de Kenia, en África, junto con otras 15 chicas más, totalmente voluntarias y con la finalidad de hacer algo nuevo en el verano. Se trataba de estar un mes en un país diferente al suyo y de hacer lo que hiciera falta. Solo al llegar se encargaron de 300! niños con sus madres correspondientes. A los niños y niñas les enseñaron inglés, a jugar a pelota, a dibujar, y a muchas cosas que les divirtieron muchísimo; a sus madres, todas ellas estupendas y muy guapas, les enseñaron a recoger su casa, hecha a base de barro y cañas, a cocinar cosas nuevas, a sembrar y a organizarlas. Se levantaban a 5h. de la mañana, rezaban, oían misa y luego dedicaban toda la jornada y por entero a aquel proyecto tan estupendo.
Tuvieron tiempo de ir de safari y a Mombasa, con sus playas paradisíacas y sus hoteles de lujo. Aquel contraste entre las casas de barro, el agua sacada del pozo, el esfuerzo, los mosquitos enormes, el trabajo duro, y un lujo impresionante, les chocó muchísimo pues son sorprendentes las diferencias de vida, la riqueza tan mal repartida pues a poca distancia hay que sacar el agua del pozo y no muy lejos agua corriente de un grifo magnífico. Con ese cúmulo de sensaciones nuevas, regresó a su casa y comprendió cómo nos apegamos a las cosas, en su mayoría innecesarias, cómo perdemos el tiempo en llenar los armarios de tonterías, y cómo lloramos a veces por la pérdida o el extravío de aquello que nos sobra. Mi amiga Gabi, aprendió de aquellos niños y madres kenianos el desprendimiento no solo de las cosas sino de uno mismo.