
Ese sentimiento tan común como universal, a veces forma parte del diálogo entre un psicólogo y una paciente, y lo llaman técnicamente el síndrome del nido vacío. Aun siendo profana en la materia, sinceramente creo que no siempre hemos de sentarnos en un diván para explicar ese dolor o desgarro que sentimos cuando un hijo se va de casa, sobre todo cuando esa marcha es feliz y sincera, pues la mujer, por naturaleza, siempre ha sido fuerte y la maternidad la fortalece aunque muchas mujeres huyan de la experiencia, más por un egoísmo mal entendido que por otra cosa, ya que la mujer está llamada a poblar la tierra y lo ha hecho, y lo seguirá haciendo, por miles de millones de años y de eras.
El mejor tratamiento para ese síndrome es el diálogo sincero con ese hijo o hija que está preparando el vuelo, la boda, la vocación religiosa o sacerdotal, la entrega total a Dios. Hay que aprovechar al máximo ese tiempo que nos queda, de preparativos, de decisiones más o menos pequeñas, de apoyos mutuos, sin discutir, escuchando, comprendiendo y aprendiendo de ellos, pues siendo padres hemos de ser sus mejores amigos, y, a pesar de la marcha, hemos de procurar que nos sigamos queriendo en ese periodo de tiempo tan importante de su gran salto en su madurez.