La última película del señor Steven
Spielberg es un ejercicio de patriotismo y de esperanza patriótica sin miopía muy valiosos, aunque solo le
hayan concedido dos Oscar, hace pocos días, frente a doce nominaciones. Discurre la película Lincoln (USA
2012) en medio de la guerra de secesión americana, después de varios años de
sangrientas contiendas, cuerpo a cuerpo. Surge un clamor dividido por abolir la
esclavitud, con un discurso basado en la ley natural, es decir, en aquello que
ha salido de las manos de Dios. Se vota la enmienda y se intenta el pacto entre
los dos frentes de batalla. La ambientación en todos los sentidos es brillante,
sin falsear el mínimo detalle, cosa a lo que ya nos tiene acostumbrados el señor
Spielberg, pero no por ello menos meritorio. No se trata de una película de
acción, es una película en la que el diálogo es el protagonista. En ese
entorno, compartimos el contraste en el que vive un hombre que es el presidente
de los Estados Unidos - y por ende el comandante en jefe del ejército- y su
matrimonio. Como consecuencia de las decisiones que ha debido tomar, a veces no ha podido
manifestar sus propios sentimientos, y los ha escondido en algún lugar de su
corazón. La esposa, la
señora Lincoln, le reclama que comprenda, por mucho tiempo, el
dolor de la pérdida del primer hijo, el primogénito; le echa en cara que no se
ocupe del segundo, y le recrimina que proteja tanto al pequeño, en definitiva a
pesar de ser el Presidente vive en un ambiente familiar duro, como el que viven
muchas familias después de la muerte de un hijo.
El contraste está ahí, en el que
pesan igual, o más, las amenazas de la señora Lincoln que
el hecho mismo de que no se produzca la rendición del sur. En algún momento
podremos comprobar, que el matrimonio Lincoln baja las hachas y decide ser feliz “pues hasta ahora habíamos sido muy desdichados”. Realmente es una
reflexión importante y que ha de acometerse al mismo tiempo para que el
matrimonio reflote sobre el amor.