Todos somos hijos de Dios, creados
por Él y a su imagen y semejanza, nacidos de los medios que Él mismo creó antes
y predestinados así. Y desde los tiempos que Él sabe mejor que la ciencia, allí
empezó la raza humana para el bien de Dios y de la humanidad. Siempre
su mano creadora ha intervenido pues creó la naturaleza humana de tal forma que
el mundo desde que es el mundo que conocemos se ha ido poblando sin fin. Sin
embargo, a pesar de que seamos tan ciegos de no ser capaces de ver los prodigios
de Dios, su diestra mano la impuso en aquél y en aquellos en los que depositó el
origen de una gran descendencia, sin ser obstáculo la esterilidad manifiesta y
propia de la edad de la mujer camino del envejecimiento. Pero si Dios creó el
mundo y las almas, el tiempo, el presente y el futuro, convirtiendo todo en
eterno, la esterilidad femenina no iba a ser tampoco ningún obstáculo, aunque
sí lo es y lo era para los ojos humanos. Los prodigios de Dios se revelan en
cada instante de nuestra respiración, de nuestra vida, y de nuestros ardientes
deseos propios de la naturaleza humana, como lo es el deseo de nuestra
proyección a través de la prole, de nuestros hijos y nietos. Por ello el deseo
ardiente de tener hijos y la preocupación de que estos “no lleguen” han inquietado
a muchos matrimonios desde los tiempos más antiguos de nuestra humanidad. Y la
mano prodigiosa de Dios para conceder esa petición después de mucha entrega y
oración a Dios, ha quedado reflejada en el Antiguo Testamento, como acto
revelado por Dios y para efecto eterno de las generaciones humanas futuras.
Joseph Ratzinger, el Papa Emérito,
en “La Infancia de Jesús” nos ofrece un estudio profundo de la encarnación,
nacimiento e infancia de Jesucristo, no sin hallar la preparación y el anuncio
a todo ello en la Sagrada Escritura.
Y en el apartado
del anuncio a Zacarías sobre el mensaje del nacimiento del Bautista, Ratzinger
escribe:
En primer lugar encontramos las
historias similares de la promesa de un niño engendrado por padres estériles,
que justo por eso aparece como alguien que ha sido donado por Dios mismo.
Pensemos sobre todo en el anuncio del nacimiento de Isaac, el heredero de aquella
promesa que Dios había hecho a Abraham como don: << Cuando vuelva a
verte, dentro del tiempo de costumbre, Sara, habrá tenido un hijo … Abraham y
Sara eran ancianos. De edad avanzada, y Sara ya no tenía sus períodos. Sara se
rió por lo bajo… Pero el Señor dijo a Abraham: “Por qué se ha reído Sara? …
¿Hay algo difícil para Dios?”>> (Gn 18, 10-14). Muy similar es también la
historia del nacimiento de Samuel. Ana, su madre, era estéril. Después de su
oración apasionada, el sacerdote Elí le prometió que Dios respondería a su
petición. Quedó encinta y consagró su hijo Samuel al Señor (cf.1S1). Juan está por tanto en la gran
estela de los que han nacido de padres estériles gracias a una intervención
prodigiosa de ese Dios, para quien nada es imposible. Puesto que proviene de
Dios de un modo particular, pertenece totalmente a Dios y, por otro lado,
precisamente por eso está enteramente a disposición de los hombres para
conducirlos a Dios.