¡Cuánto
nos preocupa la educación de nuestros hijos! Y las madres nos deshacemos para
protegerlos, enseñarlos, amarlos, y miles de cosas más. Pero quizá también, nos
excedemos, probablemente sin darnos cuenta, y los educamos sin que sufran
carencias, y luego de mayores no saben luchar para obtener un trabajo o para
mantenerlo, o para saber aceptar las decepciones de la vida cotidiana o la
ausencia de las alegrías constantes. En cuanto a la fe ¿Seríamos nosotras
capaces de empujarlos al martirio para salvar su alma y la de sus hermanos? ¿Vivimos
la virtud de la fortaleza con tanta profundidad que salga de nosotras ese gran
amor por Dios como para devolverle a nuestros hijos, que son y han sido desde
antes del de su concepción hijos de Dios?
"En
aquellos días, arrestaron a siete hermanos con su madre. El rey los hizo azotar
con látigos y nervios para forzarlos a comer carne de cerdo, prohibida por la
ley. Pero ninguno más admirable y digno de recuerdo que la madre. Viendo morir
a sus siete hijos en el espacio de un día, lo soportó con entereza, esperando
en el Señor. Con noble actitud, uniendo un temple viril a la ternura femenina,
fue animando a cada uno, y les decía en su lengua: "Yo no sé cómo
aparecisteis en mi seno; yo no os di el aliento ni la vida, ni ordené los
elementos vuestro organismo. Fue el creador del universo, el que modela la raza
humana y determina el origen de todo. Él, con su misericordia, os devolverá el
aliento y la vida, si ahora os sacrificáis por la ley."Antíoco creyó que
la mujer lo despreciaba, y sospechó que lo estaba insultando. Todavía quedaba
el más pequeño, y el rey intentaba persuadirlo, no sólo con palabras, sino que
le juraba que si renegaba de sus tradiciones lo haría rico y feliz, lo tendría
por amigo y le daría algún cargo. Pero como el muchacho no hacía ningún caso,
el rey llamó a la madre y le rogaba que aconsejase al chiquillo para su bien.
Tanto le insistió, que la madre accedió a persuadir al hijo; se inclinó hacia
él y, riéndose del cruel tirano, habló así en su idioma: "Hijo mío, ten
piedad de mí, que te llevé nueve meses en el seno, te amamanté y crié tres años
y te he alimentado hasta que te has hecho un joven. Hijo mío, te lo suplico,
mira el cielo y la tierra, fíjate en todo lo que contiene y verás que Dios lo
creó todo de la nada, y el mismo origen tiene el hombre. No temas a ese
verdugo, no desmerezcas de tus hermanos y acepta la muerte. Así, por la
misericordia de Dios, te recobraré junto con ellos."Estaba todavía
hablando, cuando el muchacho dijo: "¿Qué esperáis? No me someto al decreto
real. Yo obedezco los preceptos de la ley dada a nuestros antepasados por medio
de Moisés. Pero tú, que has tramado toda clase de crímenes contra los hebreos,
no escaparás de las manos de Dios."
Segundo
Libro de los Macabeos 7,1.20-31