Como si la Virgen me hablase a mí, con
la misma dulzura, oigo las palabras que Ella le dirigió a san Juan Diego, en el año 1531, cuando le pidió que
hablase con el obispo del lugar para erigir allí, en el plano, un templo. En
aquellas fechas, Juan Diego era viudo pues dos años antes de las apariciones de
la Virgen, su esposa, María Lucía, había fallecido. Gracias a la misión evangelizadora
de los franciscanos por aquellas tierras, Juan Diego y María Lucía que convivían
juntos y eran padres la familia, fueron bautizados y se casaron en
santo Matrimonio.
Y tal como lo pidió la Virgen, allí se erigió la basílica de Nuestra Señora
de Guadalupe, en el cerro de Tepeyac, que conforma la sierra de Guadalupe, en
México, siendo hoy el santuario más visitado de todo el mundo mundial, al que
acuden millones de personas cada año.
Y me repite:
Juan Dieguito, hijo mío, el más pequeño, no se turbe tu corazón.
¿No estoy aquí yo que soy tu madre?
¿No soy la fuente de tu alegría?
¿No estás en el hueco de mi manto, en el cruce de mis brazos?