Saberse que somos hijos de Dios es el fundamento de
nuestra vida como cristianos. Y ante Él no pasará como en aquel cuartel, donde
los soldados estaban haciendo su servicio militar obligatorio, que en España en
aquellas fechas, coloquialmente se llamaba “la mili”. Estando en el comedor un
grupo de soldados veteranos, muy especiales y de la cocina, conocidos como los perolines, cuando llegó la fruta a
la mesa, un joven soldado se abalanzó y cogió la mejor. De repente
aquellos perolines dijeron: ¡Soldado,
primero son los veteranos! Y el recluta dijo – ¡Pero yo soy el hijo del
coronel! Para Dios no tenemos grados, niveles ni prebendas, pues todos somos
por igual hijos e hijas de Dios.
Dios libera la creación y nos la entrega para que la
terminemos, poniendo su confianza en nosotros, y nosotros en Él. Cuando rezamos
con Dios, no es una fantasía, mantenemos diálogo porque es nuestro padre del
Cielo. Es urgente que nos dirijamos a Él con confianza, no nos va a pedir más
de lo que podamos hacer, y si no podemos, Él suplirá siempre, aunque no
entendamos nada de lo que nos pase, para Él todos somos iguales verdaderamente.
Dios no hace distinciones humanas. Por eso el mensaje de Dios hecho hombre en
Jesucristo es universal, es un mensaje capaz de llegar a todas las almas, vivan
o estén en cualquier parte del mundo, sin descarte de nadie.