El cine español ha subido de
categoría al hacer una buena película de bajo presupuesto, cómica y simpática. Rompe,
con buen humor, diversos esteriotipos de los vascos y de los andaluces. Se nos
han explayado los pulmones de lo que nos hemos reído. Me refiero, por supuesto,
a la muy comentada y taquillera Ocho
apellidos vascos. El guión clásico de chico busca chica, chica y chico
se encuentran, y chico y chica se aman (o no) es muy normal en el cine, y en
esta película también. El peso de la familia y la amistad tienen un papel muy
importante.
Y aunque se haya pasado por alto, o
patinando sobre la cabeza y el corazón de muchas personas, el sacerdote
católico que tiene un papel significativo, hace lo que tiene que hacer cuando ejerce su ministerio. Se trata de
escenas cortas, pero lo suficiente para haber hecho algo insultante o haber
hecho algo como ¡Dios manda! como en Ocho
apellidos vascos. El cura prepara a unos que se quieren casar, les dice que
se confiesen, y el que se confiesa de los dos es el que practica. A pesar de
las muchas cosas que se confiesa y que son además materia adecuada, el
sacerdote guarda el sigilo de la confesión. Y a la hora de casar a unos que se ven
en la obligación de casarse, hace lo que tiene que hacer. ¡Muy bien!
Ni todos los vascos son
terroristas ni todos los andaluces no quieren saber nada de los vascos. En esta
película, no hay lágrimas, no hay cosas raras, ni fantasmas. Pero cuando el amor
llama a la puerta, no importan los orígenes ni las distancias, aunque se trate de recorrer más 900 kilómetros ,
que es lo que separa Sevilla del País Vasco.