Cuando
un día vi como mi marido se desvanecía en la mesa de un restaurante, poniendo
los ojos en blanco, pareciendo muerto, se me vino el mundo encima. Era real, nos
estaba pasando a nosotros, no era una escena de una película que había visto
tantas veces. Grité su nombre un montón de veces, le abofetee, nunca lo había
pegado, gracias a Dios!, ni él a mi. Surgieron de las mesas dos médicos, se
rehízo. Llegó la
ambulancia. Salimos corriendo, yo con mi coche, sola, detrás sin
perder de vista el número de la ambulancia. Un rato, conduciendo saltándome los
límites legales permitidos, que fue eterno. Ignoraba lo que ocurría en la
ambulancia, si se había repetido lo que fuera o pasaba algo peor. Gritaba,
rezaba, en apariencia sola, pero Dios no me dejaba de su mano. Siguieron unas
horas de buena atención hospitalaria, de llorar, de llamadas telefónicas intensas , de gran apoyo de familiares y de amigos.
Fue
un síncope. Y aquí seguimos poniendo remedio al origen del síncope. ¡Gracias a
Dios! seguimos de la mano. Pero
¿Cómo me sentí? ¿Qué creía que sentía? ¿Cómo se sienten otras personas como en
mi caso? Me sentí como la esposa que había sido de él pues dentro de mí noté como
si me arrancaran por un momento algo mío, a mi esposo, con el que había compartido
tantos años, los mejores de mi vida.
Y
si fueron tan desgarrantes aquellos instantes, cuando sobreviene la muerte efectiva
del marido o de la mujer, (o de otro ser querido, por supuesto) el dolor humano
no lo podemos llegar ni a imaginar, pues no se puede medir, contar o pesar,
incluso ni explicar. Pero es real y certero, y se ha vivir el duelo, digan lo
que digan.
Todos hemos visto en nuestro entorno viudas o viudos que siguen la
vida tan cerca del que fuera su esposo o esposa, que se sienten como si
todavía estuvieran juntos, aunque caminando a solas. Por
ello, ver como en el lenguaje ese dolor es reducido a una sola palabra llamada
“viudez” o “viudedad”, es decir, el
pasado reducido a un nombre, a un presente nuevo, me produce un sentimiento
extraño. Por eso prefiero llamar al supérstite como el Esposo que fue de… o la Esposa
que fue de… Y así se debe porque este fue el epitafio de un esposo, el padre de una amiga mía, que dejó sus voluntades escritas –también la esquela-, y quiso que las esquelas que
se publicaran a su muerte en los medios no dijeran que era viudo de tal
señora, sino Esposo fue de… aquella bella mujer.