Es el título de un libro sobre la
evangelización del Japón, de José Miguel Cejas, y editado por Rialp. Está
compuesto de una treintena de relatos personales de aquellas personas que
fueron al Japón por impulso del beato Álvaro del Portillo, cuando era el
prelado y padre en el Opus Dei, primer sucesor de san Josemaria, cumpliendo así
el deseo del fundador de la Obra de dar a conocer a los japoneses el Opus Dei. Así
como también de muchos japoneses convertidos al catolicismo. Cada relato sitúa al
lector en un punto fijo del país del lejano Oriente y de su historia, pues
algunos relatos refieren la llegada de los primeros evangelizadores al Japón,
las persecuciones subsiguientes y la estabilización religiosa, así como hechos
de la historia política y social de aquel país. Lo que más me conmovió fueron
las referencias que hacen los protagonistas a sus antepasados.
En esos relatos personales hay
referencias que me han interesado mucho como las del matrimonio en Japón. Uno
de ellos es de Mieko Kimura, una mujer que vio muy claro que su vocación era la
de entregarse por entero a Dios. Cuando se lo dijo a su madre, ésta enfada y
perpleja exclamó: Mieko…qué locura es esa de no querer casarse… Y
prosigue Mieko: Yo la comprendía, porque estaba rompiendo una tradición de
siglos, en los que la mujer japonesa no había sido dueña de su propio destino:
durante generaciones y generaciones los padres habían concertado el casamiento
de sus hijas en cuanto cumplían los dieciocho años. La idea del matrimonio por
amor parecía descabellada, como expresaba el antiguo proverbio: los que se
juntan por la pasión, siguen unidos por las lágrimas. Las hijas debían respetar
desde la infancia una jerarquía de obligaciones: primero obedecer a sus padres,
luego a su marido; y si quedaban viudas, a su hijo mayor. Las casaban de
blanco, color de luto, para simbolizar que morían para su propia familia.
Ciertamente en los años sesenta ya había muchos padres japoneses que permitían
el ren-ai-kekkon, el matrimonio por amor.