Las redes sociales también se han convertido en un mundo
de apariencias y no de verdades. ¿Todo el que escribe, se cree lo que escribe?
Es una cuestión que podríamos plantearnos pues podemos
estar escribiendo, por ejemplo, sobre la unidad y la indisolubilidad del
matrimonio como las características firmes del matrimonio, pero a la hora de
vivir el propio matrimonio nos desparramamos y la virtud de la templanza queda
en un cajón para cuando nos convenga aparentar ser buenas y delicadas esposas,
o en su caso, ser buenos y delicadas esposos. ¿Vivimos en la apariencia de un
matrimonio ejemplar a los ojos de los demás, y luego al entrar en casa, cada
uno hace su vida al margen del otro? ¿Vivimos en la apariencia de ayudar a
nuestros hijos y nietos, lo hacemos saber al mundo entero, y luego todo son
lamentaciones?
¿Vivimos en la apariencia de ser un buen sacerdote
católico, junto al Santo Padre y luego le robamos a la cara? ¿Vivimos en la
apariencia de ser un purpurado sabio y genial y luego con el dinero de los
pobres lo desvío para el apartamento? ¿Vivimos con todos los
derechos que nos da la Ley y luego nos proclamamos independientes al margen de la Ley?
¿Cuántas apariencias
somos capaces de representar?
La vida no es una obra de teatro que representamos a la
vista de los demás, y luego, cuando conviene, nos desmaquillamos y salimos de
las bambalinas. La vida del cuerpo con el alma es un periodo cortísimo dentro
de la eternidad, en la que tenemos la oportunidad de vivir como somos pero a imagen
y semejanza de Dios. Y Dios no es una apariencia de ser algo y parecer otra
cosa, Dios es real, pues Dios mismo es ser y esencia de todo.
Parece pues que la hipocresía de la que tanto
se habla en el Evangelio y que Jesús mismo recrimina a unos y a otros, sigue
siendo un pecado vivo y presente del que nadie se escapa de la tentación, y
muchos de la comisión.