En mi generación, abril y mayo eran los meses por
excelencia para contraer matrimonio pues coinciden con la Pascua del Señor.
Eso suponía para los novios hacer la reserva del día de la boda, con mucha
antelación, tanto de la Iglesia como del restaurante, para la fiesta
posterior al enlace. El mes agosto, se entendía que era un mes tórrido para una
boda, pues la verdad con tanto calor podías acabar desmontada, y no había los
sistemas de aire acondicionado que funcionan en cualquier sitio. Pero las
tradiciones cambian o se renuevan, y ésta también. Tal es que cualquier fecha
del calendario, hoy por hoy (menos el día de Difuntos), es escogida por los
novios para celebrar su boda, y lo mismo te los encuentras por la calle posando
para el fotógrafo como a la hora del aperitivo en un hotel.
Así, en el mismo hotel donde estuvimos alojados mi marido
y yo, durante las vacaciones, se celebró un banquete nupcial. Los miramos, qué
felicidad la de los novios. Qué elegancias, cuántos vestidos largos y chales de
seda, qué preciosidad. Y cuánto recordamos, mi marido y yo, aquel día de
primavera tan estupendo en el que nos entregamos y nos llenamos el uno del otro,
en una iglesia románica auténtica, que se conserva después de varias
restauraciones y que ahí sigue intra
muralla, a pesar de los siglos.
Quiero decirte que no importa la fecha o ni el lugar, en realidad lo que más importa es el fondo del asunto, que
estés enterado de lo que significa la entrega libre y total al otro: Yo me
entrego a ti para lo bueno y para lo malo, todos los días de mi vida.