A renglón seguido de nuestra celebración matrimonial, en
la que celebramos nuestros cuarenta años de enlace matrimonia, iniciamos un
viajecito amoroso.
No repetimos el destino de hace 40 años, pero sí fuimos a un
lugar que ya conocemos, del que nos quedamos con ansias de volver. El traqueteo
del tren durante varias horas nos permitió dejarnos llevar por el sueño y por
la imaginación de tantos lugares que hemos visitado durante tantos años,
primero solos, luego con nuestros hijos, y ahora con los nietos.
Paseamos por la Concha de San Sebastián, por el Monte
Higuelgo, por sus playas y absorbimos el olor del Mar Cantábrico, de profundo
mar de adentro. Cuando visitamos anteriormente esta ciudad, fue en un verano abrasador
sufriendo temperaturas altísimas para ese lugar. Pero en esta ocasión la temperatura
era más baja y con ventisca, muy agradable. Allí, sin prisas, sin horarios, hicimos
y deshicimos, con muchos silencios a veces, todo eso que ha llenado de amor
todos estos años. Nos censuramos cualquier ir y venir de ese pasado vivido, en
el que los dolores y resentimientos se hayan curado con amor y paciencia. Y por
amor estuvimos allí mirándonos a los ojos, abrazándonos con ¡tanto! cariño que nos
permitimos unas lágrimas de alegría, aderezadas con algún vino, pinchos, dulces y paseos por la playa.
Después de esos tiempos, no ya de nosotros mismos sino de
nuestro Matrimonio, es decir, aquello que hemos creado al hacernos una sola
carne, sin remedio, volvimos a nuestra populosa Ciudad, a ese techo que uno
tiene donde volver siempre, con el corazón lleno de emociones, a pesar de ser
ya unos sesentones.