La Audiencia del Papa Francisco del miércoles 23 de octubre de 2024 se centró en los dones del Espíritu Santo como elemento esencial del matrimonio. El texto siguiente incorpora partes no leídas que se consideran pronunciadas.
La vez pasada, explicamos lo que
proclamamos sobre el Espíritu Santo en el credo. Sin embargo, la reflexión de
la Iglesia no se ha detenido en esa breve profesión de fe. Ha continuado, tanto
en Oriente como en Occidente, a través de la obra de grandes Padres y Doctores.
Hoy, queremos recoger algunas “migajas” de la doctrina del Espíritu Santo
desarrollada en la tradición latina, para ver cómo ilumina toda la vida
cristiana y, especialmente, el sacramento del matrimonio.
El principal artífice de esta doctrina
es San Agustín, que desarrolló la doctrina sobre el Espíritu Santo. Él parte de
la revelación de que «Dios es amor» ( 1 Jn 4,8). Ahora bien, el amor presupone
alguien que ama, alguien que es amado y el amor mismo que los une. El Padre es,
en la Trinidad, el que ama, la fuente y el principio de todo; el Hijo es el que
es amado, y el Espíritu Santo es el amor que los une [1]. El Dios de los
cristianos es, por tanto, un Dios «único», pero no solitario; la suya es una unidad
de comunión, de amor. En esta línea, algunos han propuesto llamar al Espíritu
Santo no la «tercera persona» singular de la Trinidad, sino más bien «la
primera persona plural». Él es, en otras palabras, el Nosotros, el Nosotros
divino del Padre y del Hijo, el vínculo de unidad entre diferentes personas [2],
el principio mismo de la unidad de la Iglesia, que es exactamente un «solo
cuerpo» resultante de una multitud de personas.
Como les decía, hoy quisiera
reflexionar con ustedes sobre lo que el Espíritu Santo tiene que decir a la
familia. ¿Qué tiene que ver el Espíritu Santo con el matrimonio, por ejemplo?
Mucho, quizá lo esencial; intento explicar por qué. El matrimonio cristiano es
el sacramento del hacerse don, el uno para la otra, del hombre y la mujer. Así
lo pensó el Creador cuando «creó al ser humano a su imagen y semejanza
[...]: hombre y mujer los creó» (Gn
1,27). La pareja humana es, por tanto, la primera y más básica realización de
la comunión de amor que es la Trinidad.
Los cónyuges también deben formar una primera persona del plural, un «nosotros». Estar el uno ante el otro como un «yo» y un «tú», y estar ante el resto del mundo, incluidos los hijos, como un «nosotros». Qué hermoso es oír a una madre decir a sus hijos: «Tu padre y yo...», como dijo María a Jesús, que tenía entonces doce años, cuando lo encontraron enseñando a los Doctores en el templo (cf. Lc 2,48); y oír a un padre decir: «Tu madre y yo», casi como si fueran una única persona. ¡Cuánto necesitan los hijos esta unidad – “papá y mamá juntos” -, la unidad de los padres, y cuánto sufren cuando falta! ¡Cuánto sufren los hijos de padres que se separan, cuánto sufren!
Para responder a esta vocación, el
matrimonio necesita el apoyo de Aquel que es el Don, o, mejor dicho, el que se
dona por excelencia. Allí donde entra el Espíritu Santo, renace la capacidad de
entregarse. Algunos Padres de la Iglesia latina afirmaron que, siendo don
recíproco del Padre y del Hijo en la Trinidad, el Espíritu Santo es también la
razón de la alegría que reina entre ellos; y no temieron utilizar, al hablar de
esto, la imagen de gestos propios de la vida conyugal, como el beso y el abrazo
[3].
Nadie dice que esa unidad sea un
objetivo fácil, y menos en el mundo actual; pero ésta es la verdad de las cosas
tal y como el Creador las concibió y, por tanto, está en su naturaleza. Por
supuesto, puede parecer más fácil y más rápido construir sobre arena que sobre
roca; pero Jesús nos dice cuál es el resultado (cfr. Mt 7:24-27). En este caso,
ni siquiera necesitamos la parábola, porque las consecuencias de los
matrimonios construidos sobre arena están, lamentablemente, a la vista de
todos, y son sobre todo los hijos quienes pagan el precio. ¡Los hijos sufren la
separación o la falta de amor de sus padres! De muchos cónyuges, hay que
repetir lo que María le dijo a Jesús en Caná de Galilea: «No tienen vino» (Jn
2,3). El Espíritu Santo es quien sigue realizando, en el plano espiritual, el
milagro que Jesús realizó en aquella ocasión, a saber, cambiar el agua de la
costumbre en una nueva alegría de estar juntos. No es una ilusión piadosa: es
lo que el Espíritu Santo ha hecho en tantos matrimonios, cuando los esposos se
decidieron a invocarlo.
No estaría mal, por tanto, si, junto a
la información de orden jurídico, psicológico y moral que se da en la
preparación de los novios al matrimonio, se profundizara en esta preparación
“espiritual”, el Espíritu Santo que hace la unidad. Dice un proverbio italiano:
“Entre mujer y marido no pongas el dedo”. En cambio, hay un “dedo” que se debe
poner entre marido y mujer, y es precisamente el “dedo de Dios”: ¡es decir, el
Espíritu Santo!