En el año de la
Familia, en el que los padres sinodales están trabajando para dar respuestas a
la sociedad en temas importantes y nucleares sobre la familia y el matrimonio,
el santo Padre Francisco en sus audiencias generales de los miércoles por las
mañanas, en el Vaticano, ha retomado sus catequesis sobre la familia.
Es tiempo de reflexión
sobre cuestiones que a todos nos afecta, pues la familia es el núcleo básico de
la sociedad y un bien común que nos reporta todo tipo de consecuencias,
positivas y negativas. Hemos de estudiar y prepararnos para aquellas
conclusiones que esperamos con paciencia y amor, y rezando. Así que las
catequesis de Francisco, el cual habla con un lenguaje llano y directo, pero
lleno del Espíritu Santo, nos irán conduciendo sobre el camino de la Verdad, en
el que está basada la familia.
Es un texto para
comentarlo en familia, en la propia, con el esposo, la esposa, o los hijos y
continuar así la catequesis en el propio seno familiar. Trata de la figura del padre,
que en muchos casos aparece ausente en la familia, porque no quiere
perder el tiempo con sus hijos. Es interesante reflexionar sobre si realmente qué tiempo dedican el padre, la madre, a sus hijos y el esposo y a la esposa a ambos entre sí.
Hoy transcribo el
texto de la Audiencia del día 28 de enero de 2015, cuyo contenido siguió el 4
de febrero de 2015.
Retomamos el camino de
catequesis sobre la
familia. Hoy nos dejamos guiar por la palabra «padre». Una
palabra más que ninguna otra con especial valor para nosotros, los cristianos,
porque es el nombre con el cual Jesús nos enseñó a llamar a Dios: padre. El
significado de este nombre recibió una nueva profundidad precisamente a partir
del modo en que Jesús lo usaba para dirigirse a Dios y manifestar su relación
especial con Él. El misterio bendito de la intimidad de Dios, Padre, Hijo y
Espíritu, revelado por Jesús, es el corazón de nuestra fe cristiana.
«Padre» es una palabra
conocida por todos, una palabra universal. Indica una relación fundamental cuya
realidad es tan antigua como la historia del hombre. Hoy, sin embargo, se ha
llegado a afirmar que nuestra sociedad es una «sociedad sin padres». En otros
términos, especialmente en la cultura occidental, la figura del padre estaría
simbólicamente ausente, desviada, desvanecida. En un primer momento esto se
percibió como una liberación: liberación del padre-patrón, del padre como
representante de la ley que se impone desde fuera, del padre como censor de la
felicidad de los hijos y obstáculo a la emancipación y autonomía de los
jóvenes. A veces en algunas casas, en el pasado, reinaba el autoritarismo, en
ciertos casos nada menos que el maltrato: padres que trataban a sus hijos como
siervos, sin respetar las exigencias personales de su crecimiento; padres que
no les ayudaban a seguir su camino con libertad —si bien no es fácil educar a
un hijo en libertad—; padres que no les ayudaban a asumir las propias
responsabilidades para construir su futuro y el de la sociedad.
Esto, ciertamente, no
es una actitud buena. Y, como sucede con frecuencia, se pasa de un extremo a
otro. El problema de nuestros días no parece ser ya tanto la presencia
entrometida de los padres, sino más bien su ausencia, el hecho de no estar
presentes. Los padres están algunas veces tan concentrados en sí mismos y en su
trabajo, y a veces en sus propias realizaciones individuales, que olvidan
incluso a la familia. Y
dejan solos a los pequeños y a los jóvenes. Siendo obispo de Buenos Aires
percibía el sentido de orfandad que viven hoy los chicos; y a menudo preguntaba
a los papás si jugaban con sus hijos, si tenían el valor y el amor de perder
tiempo con los hijos. Y la respuesta, en la mayoría de los casos, no era buena:
«Es que no puedo porque tengo mucho trabajo...». Y el padre estaba ausente para
ese hijo que crecía, no jugaba con él, no, no perdía tiempo con él.
Ahora, en este camino
común de reflexión sobre la familia, quiero decir a todas las comunidades
cristianas que debemos estar más atentos: la ausencia de la figura paterna en
la vida de los pequeños y de los jóvenes produce lagunas y heridas que pueden
ser incluso muy graves. Y, en efecto, las desviaciones de los niños y
adolescentes pueden darse, en buena parte, por esta ausencia, por la carencia
de ejemplos y de guías autorizados en su vida de todos los días, por la
carencia de cercanía, la carencia de amor por parte de los padres. El
sentimiento de orfandad que viven hoy muchos jóvenes es más profundo de lo que
pensamos.
Son huérfanos en la
familia, porque los padres a menudo están ausentes, incluso físicamente, de la
casa, pero sobre todo porque, cuando están, no se comportan como padres, no
dialogan con sus hijos, no cumplen con su tarea educativa, no dan a los hijos,
con su ejemplo acompañado por las palabras, los principios, los valores, las
reglas de vida que necesitan tanto como el pan. La calidad educativa de la
presencia paterna es mucho más necesaria cuando el papá se ve obligado por el
trabajo a estar lejos de casa. A veces parece que los padres no sepan muy bien
cuál es el sitio que ocupan en la familia y cómo educar a los hijos. Y,
entonces, en la duda, se abstienen, se retiran y descuidan sus
responsabilidades, tal vez refugiándose en una cierta relación «de igual a igual»
con sus hijos. Es verdad que tú debes ser «compañero» de tu hijo, pero sin
olvidar que tú eres el padre. Si te comportas sólo como un compañero de tu
hijo, esto no le hará bien a él.
Y este problema lo
vemos también en la comunidad civil. La comunidad civil, con sus instituciones,
tiene una cierta responsabilidad —podemos decir paternal— hacia los jóvenes,
una responsabilidad que a veces descuida o ejerce mal. También ella a menudo
los deja huérfanos y no les propone una perspectiva verdadera. Los jóvenes se
quedan, de este modo, huérfanos de caminos seguros que recorrer, huérfanos de
maestros de quien fiarse, huérfanos de ideales que caldeen el corazón,
huérfanos de valores y de esperanzas que los sostengan cada día. Los llenan, en
cambio, de ídolos pero les roban el corazón; les impulsan a soñar con
diversiones y placeres, pero no se les da trabajo; se les ilusiona con el dios
dinero, negándoles la verdadera riqueza.
Y entonces nos hará
bien a todos, a los padres y a los hijos, volver a escuchar la promesa que
Jesús hizo a sus discípulos: «No os dejaré huérfanos» (Jn 14, 18). Es Él, en efecto, el Camino
que recorrer, el Maestro que escuchar, la Esperanza de que el mundo puede
cambiar, de que el amor vence al odio, que puede existir un futuro de fraternidad
y de paz para todos.[…]